Turismo

Por la Quebrada: Purmamarca

No hay micro, auto o mochilero que no se detenga antes de entrar al pueblo y pose frente al cerro de los Siete Colores. Es una de las postales más conocidas e icónicas de la región

Las casitas de Purmamarca aún conservan las puertas en ochava y, una vez más, me roba una sonrisa el cartel de la apacible calle Florida. Allí se me aparece el Superman de la Puna, un nenito con una capa hecha con aguayo amarillo que posa para la foto con los puños sobre sus caderas. Después salta un portón y desaparece. Sincretismo cultural a la jujeña.

Libertad es la calle de los restaurantes. Son las tres de la tarde y el sol araña el piso de tierra. La siesta se impone cuando no es temporada y lo más parecido a la sombra es un perro negro que anda perdido. A través de una ventanita veo un joven de rasgos árabes que canta mientras lava los platos. No se llama Pedro Pan, como su restaurante, sino Alberto Barreto. Hace menos de cuatro años cambió el Tigre por un trabajo de maestro pizzero en un hostel de Purma. Hoy, en su propio horno de barro cocina ricas pizzas y platos con quínoa. A su movida se sumaron Gina Turati, una actriz experta en tarta de manzanas, y Flor Yasil, la artista plástica que hizo del toilette una verdadera obra de arte. Este diminuto salón adapta la carta a la oferta más fresca del mercado y, de vez en cuando, suma noches de conciertos espontáneos con trompeta y congas.
Por Pedro Pan llegamos a Javier Malvacio, un artesano que se mudó de Villa Allende, Córdoba, y se instaló junto a los incandescentes paredones del Paseo de los Colorados. Su casa parece encantada, con lechuzas tejidas por los wichi, cazadores de sueños y otros objetos móviles que cuelgan del techo. Sobre un tablón, el fuego azul de un soplete convierte una plancha de alpaca en una llama plateada. Javier tiene talento para trabajar la madera de cardón, la cerámica y los metales. Es soltero, y vive con Tifón Cruz, un perro blanco y negro de patas cortas y tronco largo. Dice que "es el duende andino de los siete colores, pero que al pobre le dicen perro".
Más cerca de la plaza, una misteriosa vidriera exhibe frasquitos y tubos de ensayo bajo el nombre de Fitokemia. No hace mucho que se instalaron allí el porteño Carlos Iturbe y su mujer, Liliana Galip. Zootecnista de raíz, Carlos cambió el rumbo de su carrera en 1982, cuando de tanto buscar sin éxito la cura para un caballo enfermo conoció a un indio machi que dio en la tecla y lo impulsó para investigar el poder sanador de las hierbas medicinales. Hoy, en Fitokemia funciona un consultorio de medicina indígena y un laboratorio donde la pareja prepara medicamentos naturales que se administran con cuentagotas

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