El gobierno nacional decidió hoy extender las restricciones a las exportaciones a la carne hasta el 31 de octubre de esta año.
Un informe del Rosgan da cuenta que el daño ya está hecho. El fantasma de la intervención volvió a ocupar un lugar preponderante en las expectativas del sector, donde la misma temporalidad productiva, obliga a poner como bien insoslayable la previsibilidad.
Desde la más aislada teoría, se llegó a suponer que un cepo a la exportación generaría un aumento equivalente en la oferta de carne que abastece el consumo doméstico. Muy lejos de ello, las mismas cifras oficiales confirman el error que esconde este concepto.
Tomando números cerrados al mes de julio, según publica el mismo Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación (MAGyP), en los últimos tres meses, exportamos unas 190 mil toneladas de carne vacuna, equivalente res con hueso. Esto implica unas 51 mil toneladas menos que lo exportado en igual período del año pasado.
El consumo, durante los mismos tres meses, se retrajo en 38 mil toneladas, al pasar de un consumo total de 571 mil de mayo a julio de 2020 a 534 mil toneladas este año. En concreto, menos exportación y menos consumo. Una ecuación no deseada que, claramente, se construyó subestimando por completo el rol del mercado.
Extrapolando este último trimestre a todo un año, la caída en exportaciones ascendería a un equivalente de 200 mil toneladas mientras que el consumo estaría resignando otras 150 mil, las cuales en conjunto, arrojan una pérdida total del sistema productivo de 350 mil toneladas de carne vacuna al año.
La cuenta es simple. La faena total en estos tres últimos meses, con datos disponibles hasta julio, cayó aproximadamente un 12% respecto de igual período del año pasado, lo que representa casi 440 mil animales menos. Es posible que extrapolar este trimestre al comportamiento de todo un año resulte un escenario extremo, pero la simple cuenta ayuda a sopesar el daño que esto puede provocar si lo que comenzó siendo coyuntural y termina estableciéndose como política.
La caída que hay en la faena y, por ende, en la oferta total de carne, responde a diferentes factores. Por un lado, existe una menor oferta de terneros ingresando a los sistemas de invernada y engorde. Esto ha sido confirmado por los últimos datos de stock disponibles al 31 de diciembre de 2020, con registros que dan cuenta de unos 650 mil terneros y terneras menos que a igual fecha del año previo. Si bien el mayor impacto de este faltante aún no se está reflejando de manera directa, si lo hace en las expectativas del productor que, ante tal escenario también tiende a retraer la oferta, prolongando las recrías a campo y afectando significativamente los ingresos a los corrales de engorde.
Otro factor determinante, aunque posiblemente temporal, es la racional postergación de ventas que ha hecho el productor, especialmente con las vacas, a fin de evitar convalidar la fuerte caída de valores registradas tras el cierre a las exportaciones. En la medida que los valores recuperen terreno, parte de esta hacienda podría volver a aparecer en el mercado, aunque ya muy limitada por la estacionalidad propia de esta categoría. En este sentido, los vientres que logren ser preñados en esta primavera, pasarán a tener una segunda oportunidad, corriendo esa oferta para el próximo ciclo, tras los primeros destetes.
Y un tercer factor que nuevamente entra en escena es la necesidad de colocar los pesos en activos que permitan asegurar cierta protección de valor ante la expectativa de acercarnos a un escenario de devaluación más pronunciada. En cierto modo, se trata de mecanismos de defensa a los que racionalmente acude el mercado pero que, claramente, no han sido contemplados en la ecuación.
En definitiva, la pérdida de producción actual es objetiva, los números así lo registran. Lo que aún resulta difícil de medir y cuantificar es el efecto que estas medidas generarán en las expectativas del sector. Si el productor percibe que el actual grado de intervención en la cadena se sostendrá en el tiempo, las pérdidas comenzarán a percibirse de manera silenciosa pero dramática en un menor nivel de inversión, cuyo efecto impactará de manera directa en el interior productivo, con menor empleo de mano de obra, menor demanda por servicios, menor actividad comercial generada por la compra de insumos, etc. En concreto, una verdadera pérdida de riqueza que no se limita a un sector, sino que atraviesa de manera directa o indirecta a todos los argentinos.