Turismo

Parque Nacional Baritú

Es el único estrictamente tropical de la Argentina. Se llega sólo por Bolivia, protege ocho especies de felinos y recibe menos de 100 visitantes por año. Sepa todo lo que se pierde por no ir a conocerlo. Eso sí, sólo en invierno

Todavía lejos del mediodía, nos acercábamos al caserío de Baritú y veíamos cómo caminaban en dirección opuesta algunos de sus pobladores. “Vamos a la fiesta de esta noche en Los Toldos. Son siete horas bien caminadas para llegar”, comentó Honorato Cardoso, habitante del poblado, más conocido como el “Loco Pluma”. 

Los Toldos, a 44 km al norte de Baritú, es el pueblo más importante de esta remota región salteña. Desde aquí se accede al Parque Nacional Baritú, creado en 1974 para proteger las 72.439 hectáreas de yungas encuadradas entre los cerros De las Pavas y Negro, y recorridas por ríos como el Porongal, Lipeo y Pescado. Los cauces en verano crecen de tal forma que hacen imposible el ingreso de octubre a mayo. En invierno, la única estación apta para visitar la zona, al PN se accede sólo en 4x4.
En julio de 2003, cuando LUGARES fue por primera vez, lo más lejos que llegó fue el punto en que hoy está el centro comunitario de las localidades de Lipeo y Baritú, en el límite noroeste de Parque, poco después de Lipeo. Lo supimos porque el guía que nos acompañó fue el mismo que aquella vez; una garantía en materia de aventuras: Federico Norte. Bastó que le consultáramos “¿vamos de nuevo?”, para que se apuntara enseguida. Y eso que él ya sabía lo lejos que íbamos.

En efecto, llegar no es fácil. Salimos de Salta hacia Orán, donde sólo paramos para almorzar. El camino nos dejó ver montones de tártagos –un arbusto bastante común, pariente del ricino, del que se hace aceite para uso industrial, y que le da nombre a la ciudad de Tartagal – , caña de bambú, y apenas un vistazo, a lo lejos, del jujeño Parque Nacional Calilegua. Por esta vez, pasamos de largo. Nuestra meta era más ambiciosa: llegar al área protegida más inexplorada, virgen e inaccesible del país. Con menos de cien visitantes anuales y detentando el récord de “único Parque Nacional tropical de la Argentina”, queríamos verlo.
El trámite incluye migraciones y aduana en el paso internacional de Aguas Blancas, 110 km por el asfalto nuevo de la Ruta Panamericana Nº1 en territorio boliviano –entre Bermejo y La Mamora– y regreso al suelo argentino por el largo puente que cruza sobre el río Bermejo. Inaugurado recién en 2001, fue una demorada obra que les permitió a los habitantes de Los Toldos contar con una vía de acceso un poco más segura que “La Roldana”, frágil caja de madera que pendía de un cable de acero de 50 metros y permitía el traslado de la gente durante las crecidas del río.

A 1.600 msnm, el pueblo está a unos 500 km de Salta, pero a años luz de sus tradiciones y fisonomía. Las noches son frías y la gente, de aspecto más tarijeño que andino, sorprende por su tez blanca, inimaginable en esa región. El valle de Los Toldos forma parte de un conjunto de valles separados de la región chaqueña a través de la cordillera oriental, donde vivían los chiriguanos, pueblo aborigen de abolengo guaraní. Este grupo en particular presentó una gran resistencia a la llegada de los españoles y el valle de los Toldos fue uno de los últimos en ser conquistados.

Los Toldos perteneció a Bolivia hasta 1938 cuando fue cambiada en un acuerdo internacional por la localidad de San José de Pocitos, muy cerca de Yacuiba. “Fue fundado como punto estratégico de frontera por Bussi durante el gobierno militar”, cuenta la bioquímica Nora Deaño. Junto con su marido, el médico Franco Garcés, son dueños de las cabañas Los Toldos, el hospedaje turístico más antiguo del lugar.

Ante esta particular historia, resulta más comprensible la afirmación del Ing. Héctor Ricardo Grau en un estudio publicado por Proyungas: “Durante toda su historia, Los Toldos ha sido un área marginal, primero como el poblado más al sur y aislado del departamento boliviano de Tarija y luego como la localidad más al norte y aislada del Departamento de Santa Victoria”, dice. En ese contexto, sigue Carlos Eduardo Reboratti “la afluencia turística ha sido
tradicionalmente baja o nula y la única conexión con la economía moderna era a través de la exportación de madera de alta calidad, principalmente “cedro colla” (Cedrela lilloi). Mientras recorremos el lugar descubrimos este territorio apartado, inhóspito y mágico a la vez. El municipio de Los Toldos abarca alrededor de 112.000 hectáreas y tiene una población de más de 2000 personas distribuidas en diferentes asentamientos. Todos ellos constituyen uno de los últimos grupos de cultura de selva, socialmente marginados y con una economía básica de subsistencia. A pesar de que en las últimas décadas muchos hayan optado por puestos de trabajo en dependencias del estado o empresas privadas, la principal actividad sigue siendo la agricultura.

El pueblo de Los Toldos propiamente dicho tiene cerca de 1400 habitantes y, curiosamente, no tiene gas. ¿Por qué “curiosamente”, si el pueblo es tan chico y no será ni el primero ni el último sin ese servicio? Porque su última adquisición en materia de ecología y turismo es la Reserva Provincial El Nogalar, creada por Ley Nº 26.129, sancionada en 2006, en el territorio que antiguamente ocupaban las fincas San José de Huayco Grande y Pedregal, antigua propiedad de la familia Burry, pionera de la región. Se trata de una donación que la firma Gasoducto Norandino S.A realizó a Parques Nacionales como compensación ambiental al ecosistema de las Yungas. La propiedad de 3.240 hectáreas tenía porciones de bosque montano y pastizales de altura en excelente estado, y en su territorio están las nacientes del río Huayco Grande, principal fuente de agua potable, riego y energía hidroeléctrica para Los Toldos. La frecuente presencia de nubes y neblina es la que, dicen, le dio el nombre al pueblo, ya que la gente acostumbra decir que cuando está nublado, está “entoldado”.

EL NOGALAR DE LOS TOLDOS

A pocos metros de la plaza, nace la calle Sandalio Quispe, célebre cartero que solía caminar durante dos días hasta Santa Victoria para entregar la correspondencia local (aún hoy el camino que conecte ambos pueblos es una deuda pendiente de las autoridades provinciales).

Por esa calle se llega, al cabo de 1 km, a la Reserva El Nogalar de Los Toldos que incluye, en efecto, la senda de transhumancia que utilizaba Sandalio y que siguen usando pobladores y unos pocos trekkers. Por su cercanía con el pueblo y su fácil acceso, la Reserva se presenta como la vidriera del Baritú: un anticipo de lo que vendrá, y un aporte más al corredor de yungas del territorio argentino.

Al entrar, tal como nos advirtió Nora, hay dos caminos, “uno hacia la izquierda que bordea la usina que hace escuchar su ruido durante el paseo y otro, a la derecha, que es en el que es posible apreciar la gran biodiversidad del entorno. Tomen el último”, sugirió Nora, y eso hicimos. Recorrimos un pasaje corto y angosto teñido de verde fluorescente, entre helechos y orquídeas. Una combinación de pinos, alisos, cedros centenarios y, por supuesto, nogales nos condujo hasta la orilla de un rio donde podríamos habernos quedado horas escuchando el ruido del agua y el canto de los pájaros de la zona.

PARQUE NACIONAL BARITÚ

Al volver de la reserva, buscamos a Gretel Muller, conocida como la “guardaparca” o la “parquera” desde 2005, y Mariano Spisso, llegado en 2010, quien nos acompañó en nuestra visita. Su oficina está en la calle principal de Los Toldos. La primera pregunta no se hizo esperar. ¿Y el yaguareté? “Por un lado es una especie protegida y por el otro, el principal enemigo de los pobladores del Parque que deben defenderse del felino. Hay que encontrar una solución que sirva para las dos partes”, nos dijo Mariano refiriéndose al emblema del Parque, declarado Monumento Natural y una de las ocho especies de felinos que habitan la zona.

Desde Los Toldos hasta la comunidad Lipeo son sólo 26 km y nos costaba creer que tardaríamos una hora y media en recorrerlos. Pero a medida que avanzábamos, las piedras, los pozos, la tierra que parecía enjabonada por las lluvias de los últimos días y el camino de cornisa nos aclararon el panorama. “Por esto es imprescindible que los visitantes nos avisen antes de entrar al Parque. Para poder aconsejarlos y brindarles ayuda en caso de que sea necesaria”, nos dijo Mariano. De cualquier manera, la pericia de nuestro guía a la hora de conducir en esos caminos, nos permitió disfrutar del paisaje. Parecía que estábamos flotando en las nubes, entre el cielo y la tierra. Y sin embargo seguíamos en la RP 19.
Camino a los caseríos nos detuvimos en El Cedral, una reserva de cedros, algunos de hasta 700 años de edad. Muy cerquita intentamos rastrear, hasta encontrar, un helecho arborescente, árbol que puede tener hasta 4 metros de alto y que durante los meses del invierno se congela. Es un ícono de la flora del Parque.

El ingreso al PN propiamente dicho se produce al cruzar el río Lipeo, justo antes del caserío de ese nombre. En Lipeo viven casi 20 familias, poco más de 100 personas que se convirtieron al evangelismo y que, al menos la mayoría, no toma alcohol, hecho que redujo notablemente las situaciones de violencia familiar. A poco más de una hora de caminata se llega a las termas del Cayotal y muy cerca de las aguas está el Molejón, un molino de piedra usado antiguamente por las comunidades para la molienda de maíz. A menos de 20 km de Lipeo, aparece Baritú, el segundo caserío. Cada cual tiene su escuela, su puesto de salud con enfermero de lunes a viernes y ambas practican el desmonte: sistema de siembra rotativo muy antiguo que consiste en cultivar la tierra por un tiempo determinado y dejarla descansar luego por algunos años, en espacios de hasta una hectárea. Un notable ejemplo de gente que aprendió a vivir sin destruir sus recursos.

En Baritú nos encontramos a Honorato Cardoso, que iba a la fiesta de Los Toldos. Era 29 de junio, día de San Pedro, patrono del lugar. Honorato se animó a preguntarnos si, a la vuelta, podíamos subirlos en la caja de la camioneta para bajar hasta el pueblo más rápido. Poco más adelante, encontramos su casa. Allí conocimos a Rogelio, uno de sus hermanos y comprobamos que el consumo de alcohol en Baritú todavía es una buena costumbre. Rogelio acercó su caña a la boca y comenzó a tocarla, para que conociéramos sus sonidos. La caña es un instrumento musical creado a partir del tallo de esa planta, amarrado con cuero de cola de vaca. Tocarla es una tradición de la zona que está en vías de extinción porque los jóvenes ya no quieren aprender la técnica.

Nuestra visita terminó un poco más allá, a menos de un kilómetro de lo de Honorato, en la pista de aterrizaje para aeronaves de pequeña envergadura. Un grupo de chicos tirados en el pasto escuchaba la radio mientras nosotros compartimos unos mates e improvisamos un almuerzo a base de pan y queso que llevamos desde Los Toldos. De más está decir que ningún avión aterrizó.

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